- Un día, un sacerdote esperaba a su amigo médico para conversar sobre su vida espiritual. Aunque siempre había sido puntual, ese día se retrasó cuarenta minutos. Al llegar, se disculpó y le dijo: Padre, cuando me preparaba para salir, vi desde mi ventana del segundo piso que llegaba una anciana pobre a quien he atendido en otras ocasiones. Me molestó su inoportunidad. Agarré el teléfono para decirle a la recepcionista que le dijera que ya había salido; pero, entonces, me acordé de lo que dijo Jesús: Lo que hiciereis a uno de estos mis hermanos, a Mí me lo hacéis.
Así que la atendí. Y me sentí contento al comprender que mis pacientes son Cristo.
- Un día, un joven se propuso ir al encuentro de Dios. Preparó lo necesario y, al amanecer, empezó su gran aventura. Pensó que Dios estaría en el silencio de la gran montaña, que se divisaba al fondo del valle, y comenzó la escalada. En las faldas del monte se encontró a un anciano, que vivía en una pequeña y vieja cabaña. El anciano, al verlo, le dijo:
¿A dónde vas con tanta prisa?
Voy a la cumbre de la montaña, porque quiero encontrarme con Dios.
El anciano le dijo:
¿Por qué no te quedas conmigo una hora y me ayudas a reparar mi cabaña, que se está cayendo? Como ves, ya soy viejo y no puedo hacerlo solo.
El joven contestó:
Discúlpeme, tengo prisa. Ahora no puedo, se me hace tarde; pero, cuando regrese, lo haré con gusto.
Después de unas horas, el joven llegó a la cumbre de la montaña y empezó a gritar:
Señor, ¿dónde estás?
Así gritó una y mil veces, pero no hubo ninguna respuesta. Al ver su fracaso, pensó que Dios se había ido al valle y bajó de la montaña. Al pasar junto a la cabaña del anciano, vio que estaba completamente deshecha y el anciano tampoco estaba. Él, sin darle mucha importancia, siguió su camino.
Al poco rato, quiso rezar y se arrodilló en medio del campo, exclamando:
Señor, esta mañana te he buscado y no te he podido encontrar. Quería verte para hablar contigo.
Y el Señor le contestó:
Yo te pedí ayuda, pero estabas demasiado ocupado y no me la diste.
- Una vez, un hombre se presentó ante el juicio de Dios y le dijo: Señor, he cumplido todas tus leyes y he vivido de acuerdo a tus mandamientos. No he hecho nada malo. Mis manos están limpias. Sí, le dijo Dios, tus manos están limpias, pero están vacías. ¿Qué has hecho tú por los demás? No basta no haber hecho nada malo, hay que hacer muchas cosas buenas por ellos.
¡Qué tristeza, cuando en vez de ayudar y animar, dejamos morir a otros por nuestra comodidad o indiferencia!
- En una ocasión, se acercó un periodista a una niña esquimal, que amaba entrañablemente a Dios, y le preguntó:
¿Tú crees en Dios?
Sí, yo creo en Dios.
¿Crees que Dios te ama?
Sí, creo que Dios me ama.
Si crees que Dios existe y que Dios te ama, ¿por qué no te cuida y te envía suficientes alimentos y ropa para que no pases hambre ni frío?
Yo creo que Dios le mandó a alguien que me trajese esas cosas. Pero él le dijo No a Dios.
Maravillosa respuesta de una niña sin estudios, pero que indica que, muchas veces, somos nosotros los que no obedecemos a Dios para ayudar a los necesitados.
Cuenta la Madre Teresa de Calcuta: Un día, yendo por la calle, me encontré con una niña, que estaba tosiendo y casi muerta de frío, con un vestido roto y sucio. Pedía limosna con cara de hambre. Todos pasaban de largo. Aquel espectáculo me conmovió y me hizo exclamar interiormente: Pero ¿cómo Dios permite esto? ¿Por qué no hace algo para que esto no suceda? De momento, la pregunta quedó sin respuesta; pero, por la noche, en el silencio de mi habitación, pude oír la voz de Dios que me decía: Claro que hice algo para solucionar estos casos, te he hecho a ti.
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